Italiano residente en Nueva
York, Maurizio Cautelan, utiliza los lenguajes de la escultura y la
performance, fundamentalmente, para dar a sus obras una dimensión
poliédrica, polisémica que necesitan de una contemplación detallada para
penetrar más allá de la dimensión física de la obra, para intentar
penetrar en la ironía y el sentido transgresor que colocan a este
artista como un genio del simulacro capaz de sacar a la luz las partes
oscuras de la realidad en la que vivimos.
Así sus obras
nos presentan al Papa Juan Pablo II aplastado por un meteorito, mete a
Hitler en el cuerpo de un niño de 12 años de rodillas en medio de la
sala, cuelga a un caballo del techo, presenta a tres niños ahorcados, o
el suicidio de una ardilla. Lo que busca es contraponer la esencia y la
apariencia de las cosas poniendo de manifiesto las estrategias de
enmascaramiento, de ocultación de las intenciones verdaderas que están
detrás de nuestros actos.
Con
un sentido del humor muy peculiar, que puede hacer que el espectador se
despiste con facilidad, en un camino en el que se ponen en pie de
igualdad el proceso de creación artística con un contexto en el que toma
vida que está muy cerca del fracaso. Una obra no apta para aquellos que
encuentran en la representación mediática de la realidad un lugar de
acrítico descanso. Obras que algunos consideran como auténticos poemas
visuales, en los que no es difícil que el espectador encuentre
fragmentos de su propia memoria, aunque la interpelación que nos lanza
la obra obliga a replantearse esos esquemas.
Un artista
acostumbrado a ver su obra rodeada el escándalo, como cuando colgó del
árbol más antiguo de Milán tres maniquíes representando a otros tantos
niños, de tamaño natural, obra que fue agredida por un individuo armado
con un hacha. En relación a esta polémica el artista se preguntó: "¿Cómo
puede ser la sociedad tan hipócrita que se sorprende por un muñeco
colgado de un palo cuando nos encontramos a diario imágenes
fantasmagóricas de niños que mueren o que son víctimas de guerras o de
otras situaciones?"
El
simbolismo relacionado con el mundo de la infancia, lo retomó en su
figura de Hitler, representado con un cuerpo de 12 años y arrodillado,
casi como si estuviera pidiendo perdón a la Historia, en una alusión a
la inutilidad de matar a millones de personas para lograr la
inmortalidad. Un verdugo derribado ante un público que no puede evitar
sucumbir a la risa y a una cierta sensación de lástima, que, sin duda,
no hubiera sido muy del agrado de aquel sanguinario dictador si lo
pudiera estar viendo.
En el
2000, expuso en la Royal Academy de Londres una de sus obras más
conocidas, como es la titulada La hora nona, en la que aparecía un Juan
Pablo II de poliéster derribado sobre una alfombra roja salpicada de
cristales, por un meteorito. Detrás del impacto inicial, ciertamente
llamativo, se nos va apareciendo poco a poco, una reflexión en torno a
lo vulnerables que son los iconos de la humanidad, convertidos en
auténticos objetos de veneración extrema. El título incide aún más en
esa idea, al hacer referencia a la hora de la muerte de Cristo: La hora nona.
Sobre
el mayor basurero de la isla de Sicilia colocó una réplica de la
palabra Hollywood situada en Los Ángeles, haciendo convivir en un mismo
espacio los sueños de esplendor y de grandeza, con una realidad que se
ahoga en su propia basura. En esa obra se dan claramente la mano
presupuestos conceptuales y minimalistas, con la esencia del arte pop,
para dar origen a una obra sincrética en la que dos mundos
contrapuestos, se dan la mano y nos muestran las dos caras de una misma
moneda.
La total ausencia de empatía hacía el sufrimiento de los demás, la puso de manifiesto cuando dejó en una calle una figura de un vagabundo de látex, con una apariencia absolutamente real, para ver como nadie se detenía a interesarse por el estado en el que se encontraba el presunto vagabundo. Así, los transeúntes se convirtieron en actores inconscientes de una performance a la que le dieron un contenido espectacular.
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